Y
más encima, a la guagua de moledera le da por fregar en las noches.
Dale y dale con el llantito. No me deja dormir en paz.
Que pasearla
, cambiarle los pañales, darle la mamadera,, para que se calle cinco
minutos y empiece otra vez a berrear: Está apensionada seguramente,
porque no creo que le hayan hecho mal de ojo: ¿Quién le va a
tener tirria a la criatura? Y a mí, menos.
Debe ser por la ausencia de la Jacinta.
Le pone
a uno los nervios de punta: Cualquier noche me acrimino.
Si no
la corta pronto, se me encrespan los dedos de ganas de estrangularla. Pero,
a veces, cuando sonríe con esos ojos angelicales y hace pucheritos,
me viene una ternura tan grande que me pregunto si en realidad no es mía,
y, mientras la mezo en los brazos, me pongo a pensar en tantas cosas como
las que soñaba años atrás, y que uno, cuando es joven,
no se las cuenta a los amigos, porque lo considerarían medio amariconado,
y
hay que ser bien macho y pasarse tomando, y haciendo bromas sobre las mujeres
y el amor, y sentándose en todas las cosas. Pero, en el fondo, uno
es bien debilucho y necesita que lo quieran y que una mujer lo mime y esté
enamorada de uno, y no solamente sirva para meterla en la cama.
¿Qué
se habrá hecho el Sergio? Patiperreando con la cabrería para
imitar al mayor... A esta hora de la siesta sólo logro ubicar a la
Ramona, que le da por jugar a las muñecas. Las calles están
vacías y no se oye otro ruido que el que yo hago con el hacha, trozando
los palos de tamarugo y haciéndome pedazos el corazón con los
recuerdos. Tengo que hachar a esta hora, porque después vienen las
viejas y debo abrir el despacho. La leña, el paquetito de té
y el medio kilo de azúcar. ¡Qué me costó aprender
a hacer los envoltorios! Las compradoras alegaban que se les caía el
arroz. Me quedaban como mamarrachos. Recién al mes me la pude con los
dobleces y hasta hacia girar con elegancia los paquetes de puntas tiesas.
Ahora
esas cosas me tienen aburrido, Creo que me moriré haciendo envoltorios,
y hundiendo la poruña en los cajones y cortando leña como malo
de la cabeza, sentado en este pisito bajo y con la pata enferma bien estirada.
A veces
me dan ganas de mandarme a cambiar al sur. Siglos que no veo un río.
Quiero volver a contemplar uno antes de morirme. Y no solamente verlo, sino
meter en él los pies y todo el cuerpo. Que el agua me cubra y sienta
el olor del barro del fondo.
Aquí todo es tierra y sol; nunca una llovizna que le humedezca a uno
la fachada y le refresque por dentro. La tierra empapa las ropas, el sol reseca
la piel y hasta evapora la sangre.
Yo creo que los huesos de uno se van poniendo amarillos antes de que lo lleven
al cementerio. Se llega joven, rosado y alegre, y la pampa lo seca a uno como
lo hace el sol con los huiros varados en la playa. Si no fuera porque hay
que moverse, y caminar y darle la mamadera a la guagua, sería uno como
esas momias que aparecen en el desierto de vez en cuando.
Uno dice
que va a ser para un año. Y pasa el año y otro y otro, sin darse
cuenta, embrutecido con el ripio y las barretas, y el trago de las cantinas,
y las andanzas con el mujerío. Ni siquiera se va a Iquique. Al principio
uno lo hace. Es la gran aventura. Se baja con los bolsillos llenos de plata
y se vuelve el lunes sin ni un cinco, con un tufo que ni uno mismo aguanta
y el recuerdo de los pesos botados a manos llenas en los prostíbulos.
¡Que era harto buena la china! ¡Que parece que bramaba con uno,
que seguramente se ha quedado pensando en el pampino fornido y joven, cuando
le dice que vuelva pronto a verla, porque le ha gustado mucho. Y el tonto
que es uno saca billetes y los desparrama como descosido.
Después
se consigue alguna hembra en la pampa y uno se va quedando y dándoselas
de conquistador. El puerto se hace distante, el mar parece de película,
y lo único que cuenta es el caliche, que hay que hacer parir del suelo
a punta de barretazos, y los "callos" que lanzan los costrones de
"chuca" por los aires. Y vamos pegando, para embolsillarse los sábados
los pocos pesos que uno deja en las cantinas escondidas.
Y están
las mujeres, que lo van haciendo olvidar los paisajes del sur, porque ellas,
con sus polleras floreadas y el rojo de sus labios y el negro de sus ojos,
son el único paisaje de la pampa. Y cuando se las ha probado uno se
siente más macho, porque ellas son tan hembras.
¡Tan
calladita la Ramona! ¿Estará con la guagua? Es una niña
tranquila y hasta le encuentro algún parecido conmigo. ¿Será
hija mía? Pero también la tuvo la Jacinta justo a los nueve
meses de haberse pasado su acostumbrada temporadita en Iquique con la parentela.
Era harto
buena la Jacinta. Todavía está interesante. Los hombres se la
comen a miradas cuando menea el trasero al caminar, y ella se da cuenta y
le brillan los ojos de placer. Si me hubiera encamado con esa mujer como con
las otras quizás no me hubiera casado. Pero era lista. La cama con
libreta, decía. Y no pude nada con mi cuerpo gigantón, mis grandes
mostachos y mi fama de conquistador.
Se me
puso entre ceja y ceja que tenía que conseguirla. Era una batalla de
macho contra hembra. Ahora me doy cuenta que la parte más difícil
es la de ellas: aguantar y aguantar las ganas para que el hombre no emprenda
las de Villadiego.
En eso
se entretiene uno cuando es joven y no sabe cómo la tierra y el sol
de la pampa le van formando una costra en el cuerpo que luego le cubre hasta
el corazón. Y esa costra no es como la chuca que se hace saltar con
los tiros y termina de arrancarse a barretazos. Esta se forma de a poco y
después no se la puede sacar de encima, porque ya es parte de uno,
y cuando alguien, aburrido como yo lo estoy, se planta un dinamitazo en la
cabeza, hasta la sangre es más negra y espesa, y se coagula al instante.
El resultado es que a uno lo entierran con costra y todo.
En esa
fotografía del velador luzco como nuevo. Estaba recién llegado
en el enganche. Paso a los demás por dos cuartas mínimo. Tengo
aire de roto chileno, apoyado en el combo, en medio de la pampa, con la cota
enrollada en la cintura, el pecho amplio y los músculos poderosos al
aire. Era pintoso de joven, pero la Jacinta no me aguantó. Y cuando
le propuse matrimonio, porque no había otra forma de meterla en la
cama, empezó con exigencias y a mirarme en menos. Que ella tenía
comodidades en su casa, que vestía bien, que lo que yo ganaba no iba
a alcanzar ni para comer. Que por qué no ponía un despacho,
como su padre. Linda idea, pero, ¿con qué plata?
Me acuerdo que me fui picado y a grandes zancadas. En ese tiempo, por supuesto,
tenía mi pata buena.
Uno se
aburre cuando lo pasan picaneando todos los días. Besos van, caricias...
y el resto, aguántate. Casémonos, entonces, Jacinta. Y vuelta
a la letanía de que uno es un pobre diablo y que no tiene porvenir.
¿Qué
haría yo detrás de un mostrador? Dejando que los músculos
se atrofien en actividades de mujeres; sacando cuentas, con lo bueno que era
yo para sacarlas. Por último todo estaría bien: ganando plata
a montones se compensan las cosas. ¿Pero con qué dinero iba
yo a poner el despacho?
Recuerdo
lo horrorizada que quedó Jacinta, el día que le dije, por broma,
que me dejaría cortar el dedo gordo del pie por la polea de un motor,
y con la plata que me diera la compañía iba a instalar el negocio.
Se impresionó, lloraba a mares. No podía convencerla de que
todo eso era un chiste de mal gusto.
Las mujeres
no se apartan nunca de lo que han creído en un momento, aunque uno
se lleve una semana diciéndoles que se trata sólo de una broma.
Pero todo
pasa. Jacinta creyó hasta el final que yo había hablado en serio,
pero después se le borró la impresión. Era una tontería,
es claro, sin embargo los pesos se aprovecharían bien, y un dedo no
es nada: ni siquiera impide caminar.
Yo trataba de hablar de otras cosas, y ella , dale a lo mismo. Averiguó
que había gente
que se había dejado accidentar y no estaban arrepentidos. Eran unos
valientes, decididos, corajudos.
Uno va
quedando así como un pelele. Se le pica el amor propio. ¡Cómo
no se va a tener
el valor de adelantar un poco el pie, sólo un poquito! Por algo uno
es hombre.
Cuando tímidamente le dije que lo estaba pensando en serio, vuelta
a las lamentaciones...y a quedarse pensativa, para decir al fin que, después
de todo, aunque absurda, sería una solución para lo nuestro.
Si uno
se aficiona a una mujer y no la puede conseguir, es capaz de todo, hasta de
adelantar un poquito el pie hacia la polea. Por desgracia las máquinas
son ciegas y traidoras. No sólo me comió el dedo gordo, sino
todos los dedos y la mitad del pie.
Si una
mujer lo ahoga a uno en lágrimas cada vez que lo visita en su cama
de enfermo, Si grita y se lamenta de que por culpa de ella uno ha hecho esas
cosas. Que no había necesidad, que nos hubiéramos casado igual,
para vivir pobremente pero felices y sanos,
bueno, se piensa que realmente a uno lo quieren.
Con el
dedo no habría sacado casi nada. Con la mitad del pie obtuve algo..
No fue fácil montar el despachito: hubo que encalillarse. Después
de casados el padre de Jacinta me apuntaló y estuve mucho tiempo trabajando
casi para él.
Pero,
las cosas se ven distintas de afuera. Nunca esto fue un pozo de plata .Ni
siquiera con la romana que entregaba novecientos gramos por el kilo. Yo lo
sabía, pero no la arreglé adrede. Estaba así y me di
cuenta un tiempo después. ¡ Qué la iba a estar componiendo!
No había en la oficina salitrera quién lo hiciese. Nunca tuve
intenciones de robar a nadie. Y, ¡ caramba que duele que a uno lo traten
de capitalista, de burgués y ladrón.! Que le pinten con letras
negras insultos en la puerta del negocio los que han sido compañeros
de uno, porque en la huelga no les fiaba. ¿ Y con qué capital
les iba a fiar? Casi toda la plata que entra es para mercaderías. Queda
muy poco, y lo que resta sirve para que Jacinta se vaya a Iquique a pasar
una temporadita con los parientes. El despacho no prospera.
A veces
dan ganas de irse al sur, para trabajar en la tierra que lo vio a uno nacer.
Pero, ¿ y la pata ¿. Para morir siquiera en una tierra verde,
sin polvo, con lluvias que le aflojen a uno la costra de la piel y quede más
liviano. Jacinta no se interesa en mí. Yo ya no la quiero, aunque la
siga deseando. Soy el cominillo de la oficina y todos los mozos arrogantes
se ríen de mí, tal como cuando yo era joven me burlaba de los
pobres infelices a quienes sus mujeres engañaban .
Quizás
alguno de los niños sea mío. A lo mejor ninguno. Pero si liquido
todo y me voy – ¡ A dónde! –, o suelto el hacha con
que estoy astillando la leña y agarro un paquete de dinamita para ponérmelo
en la cabeza, ¿ Qué será de estos pobres huachos?
Maldito
sol. calienta, enceguece, le hace a uno dar ganas de llorar.
del libro “La Noche larga”
1967