LA PINTURA: MOTIVO POÉTICO DE AUTORES CHILENOS


por Juan Antonio Massone

 

Figura, color, línea: composición en tela. La pintura es un arte de olencia y de miradas. Uno de sus máximos desafíos es hacer hablar, a base de trazos, los júbilos y desacatos de una realidad menguada en dimensiones, sin que por ello deba faltarle ese temblor expansivo que sugiere la vastedad aludida en los ámbitos del mundo y de lo humano, que en el hábito del simple mirar permanecen escondidos a los más, casi siempre. Menos espacial y figurativa, la palabra poética es ojo y oído de puertas adentro. Convoca y evoca en su tonalidad temblorosa el fondo de una hoguera, los visajes intensos de aquello que no acepta diluirse en el olvido o en la insignificancia; en cambio propende a tornar su planicie de líneas en relieve de sonoridades y en ondulaciones que marcan compases desoídos.
Pintura y poesía resultan provocadoras en sus respectivas sintaxis. Una y otra son
metamorfosis, transfiguraciones de materia prima en nuevas presencias. En virtud de líneas y colores, de morfologías y encadenamientos lingüísticos, lienzo y poema se proponen cruzar las dificultades de hacer reversible, mediante una intervención. Lo real vuelve a acontecer en la pintura en una sinopsis fertilizada de intenciones fecundas, muchas veces. Umbrales, puertas de acceso, indicios o síntomas de un más allá de los hechos campean sobre el absurdo, la cerrazón y el límite. Nuevas esferas, estas hacen las veces de rectificaciones, de un pasar a limpio los borradores de lo innominado, dando al azogue o a la resolana una dignidad que mucho tiene de amanecer, de crecimiento de fisonomía vaga a radiografía que revela ocultamientos: elusiones de la realidad copadas de profusión de cosas y artificios; o bien, al quedar unos y otros desfigurados, secos, detenidos en una inercia contagiosa que los oculta y les exprime la savia, en virtud de la intervención del artista se convierten en potenciales lenguajes expresivos.
Como otras artes, pintura y poesía expresan las virtualidades que el ser humano
lleva en sí. Para lograrlo, echan mano tanto de la metáfora como de la sinécdoque. Mediante la primera, dicen de algo, de algo más a base de otros nombres y de otras apariencias; al emplear el procedimiento de la sinécdoque, emplazan una porción de mundo limitado en la tela o en las contadas palabras de un texto, confiriéndoles o despertando de aquellas virtualidades ensanches tales que posibilitan al ojo de la comprensión o del recuerdo el despertar necesario para vincular las magnitudes del mundo interno o de las avalanchas de la historia con aquellas esencias y sinopsis de obras que se ofrecen como relatos silenciosos de la magna y sobrecogedora experiencia de vivir.

Las relaciones de pintura y poesía en nuestra literatura ostentan una nutrida cuanto
rica ejemplaridad. Una simple clasificación del origen de esta vecindad nos aclara que existen, especialmente, en el formato lírico: escritores que han cultivado, antes y ahora, la pintura, el dibujo, el collage y otras formas de composición plástica. Mencionamos aquí a Alfonso Alcalde (1921-1992), Isabel Amor (1953), Braulio Arenas (1913-1988), Annamaria Barbera (1945), Claudio Bertoni (1946), Carlos Bolton (1917-2004), José Francisco Carrión (1938), Cecilia Casanova (1926), Adolfo Couve (1940-1998), Tatiana Cumsille (1961), Alicia Dauvin (1944), Luis Enrique Délano (1907-1985), Carlos Delgado (1955), Gustavo Donoso (1930), Diego Dublé Urrutia (1877-1967), Boris Durandeau (1967), Teodoro El-Saca (1958), Dionisio Eguillor (1917-2006), Maritza Gaioli (1957), Ángel Gálvez, Walter Garib (1933), Byron Gigoux (1899-1989), Manuel Gómez, Ivonne Grimal (1938), Fernando Guajardo Zenteno (1953), Vicente Huidobro (1893-1948), Virginia Huneeus (1935), Eusebio Ibar (1898-1954), Alejandro Lavín Concha (1937), Enrique Lihn (1929-1988), Manuel Magallanes Moure (1878-1924), Diego Maqueira (1953), Manuel Martínez, Tulio Mendoza (1957), José Ricardo Morales (1915), Thelma Muñoz (1925), Dámaso Ogaz (1926), Lionel O`Kington (1936), Tatiana Olavarría, Gustavo Ossorio (1912-1949), María Cristina Pérez de Arce, Pedro Prado (1886-1952), Jenaro Prieto (1889-1946), Mario Rojas Lobo, Winnet de Rokha (1892-1951), quien firmó sus obras pictóricas con el nombre Fernando Larrañaga, Carlos Ruiz Zaldívar (1925-2010), Andrés Sabella (1912-1989), Patricia Tejeda (1932), David Rosennman Taub (1927), Carolina Undurraga (1980), Luis Vargas Saavedra (1939), Daniel de la Vega (1892-1971), Luz de Viana (1894-1995) y quizás cuántos más.

Un segundo grupo, conformado por pintores que han escrito en diversos formatos
literarios: Horacio Ahumada (1947), Erna Alfaro Saa (1943), Leonor Dinamarca, Nancy
Gewölb (1939), Carlos Hermosilla (1905-1991), Emma Jauch (1917-1998), Marcelo Lira (1961), Carlos Marín, Patricia Mela, Luís Meléndez (1891-1988), Sergio Montesinos, Silvia Morales, Guillermo Núñez (1930), Pedro Olmos (1911-1991), Francisco Otta(1908-1999), Mario Quijada, Claudio Rodríguez Lanfranco (1968), María del Pilar Serrano, Loreto Silva (1959) y Ludwig Zeller (1927). ¿Dónde ubicar a este último con más propiedad: pintura o poesía?
Y en el tercer conjunto de nombres, cítanse a continuación algunos que exhiben la
pintura como motivo de algunos de sus textos. En prosa, Adolfo Couve nos legó La lección de pintura, breve novela de impecable factura estética. Gabriela Mistral (1889-1957) escribió páginas de apreciación muy justa de la obra de algunos artistas chilenos y extranjeros en sus “Recados”. También dos libros del escritor Oscar Pinochet de la Barra (1920) recogen las peripecias sentimentales del pintor alemán Mauricio Rugendas con la talquina Carmen Arriagada (1808-1890). No menos atinente el libro Los sueños del pintor, novela de José Miguel Varas (1928) en torno a la vida de Julio Escámez, artista de Concepción.

Respecto del verso, los nombres de Ximena Adriasola (1930), Edgardo Alarcón (1960), Marcela Albornoz (1962), Joaquín Alliende (1935), Lautaro Alvial (periodista y pintor), Eduardo Anguita (1914-1992), Eduardo Aramburú García (1945) y su obra Poesía al desnudo, más allá de los espejos (2008), Homero Arce (1900-1977), Ángel Cruchaga Santa María (1894-1964), Adelaida Vivar (1952) autora de Visión poética de Pablo Ruiz (1985), prosa poética que acompaña las reproducciones de diversas obras del artista español, Miguel Arteche (1926), Carmen Gloria Berríos (1954), Manuel Bianchi, Violeta Camerati (1922), Antonio Campaña (1922-2009), Francisco Canessa, María Rosa Carrasco (1928), José Francisco Carrión (1938), Gerardo Claps (1922-2009), Eduardo Correa, Bruno Cúneo (1973), José Donoso (1924-1996), Oscar Elgueta (1956),Ismael Gavilán (1973), Enrique Giordano (1946), Dina Ampuero (1939) publicó Mi asombro del color (1998), Bernardo González Koppmann (1957), Enrique Gray (1925), Oscar Hahn (1938), Tomás Harris (1956), Elsa Elena Jiménez (1958), Ana María Julio (1956), Pedro Lastra (1932), Alfonso Larrahona Kasten (1931), Patricia Mardones Spano, Pedro Mardones Barrientos (1928-2006), Juan Antonio Massone (1950),Eugenio Matus Romo (1929-1997), Roberto Merino (1961), Hugo Montes (1926), Jorge Montealegre (1954), Carmen Orrego (1925), Luis Oyarzún (1920-1972), Renán Ponce (1944), Armando Roa Vial (1966), Gonzalo Rojas (1917-2011), Raúl Simón E.(1950), Jorge Teillier (1935-1996), Jaime Valdivieso (1929), Samuel Valenzuela, Ana María Viera (1944), Renato Yrarrázaval (1931), Alejandra Ziebrecht (1959), dan fe de lo dicho.

Los autores más persistentes en el cultivo de poemas originados en la contemplación o conocimiento de obras pictóricas son: Carlos Bolton con sus distintas ediciones de Aunque es de noche (1989, 1993, 1997, 2000) en que reúne la suma de sus obras; Enrique Gómez-Correa (1915-1995), adalid del surrealismo chileno, cultivó importantes vínculos con los pintores Jacques Hérold y René Magritte, con cuyos cuadros dialoga en los libros Lo desconocido liberado seguido de Tres y media etapas del vacío (1952) y El espectro de René Magritte (1945), respectivamente. Ludwig Zeller aporta con textos presentes en Éxodo y otras soledades (1957), Ejercicios para la tercera mano (1998), Las imágenes en el ojo llameante (1999) y Preguntas a la médium y otros poemas (2009); Mario Ferrero (1920-1994) se menciona a propósito de Poesía y
Pintura (1994) y Picasso a cuatro manos (1978); por su parte, Alfonso Calderón (1930-
2009), Premio Nacional de Literatura en 1998, quien en varios libros ilustra lo dicho: Isla de los bienaventurados (1977), Música de cámara (1981), Poemas para clavecín (1978), Árbol de gestos (1998) y La mirada del espejo (2001). En sus textos, Calderón suele ser más entusiasta de los pintores que de la pintura; algo semejante ocurre con Enrique Lihn, quien aprovecha sus viajes por el mundo para visitar museos y dejar un considerable acopio de este motivo especialmente en Poesía de paso (1966), París, situación irregular (1977), A partir de Manhattan (1979) y Al bello aparecer de este lucero (1997).
Pero quienes con mayor propiedad deben ser incluidos en este tema que nos ocupa
son los poetas Roque Esteban Scarpa (1914-1995) y Gonzalo Millán (1946-2006). En el caso del primero, Premio Nacional de Literatura 1980, dos libros completos lo representan aquí: No tengo tiempo (1977, volumen 2) El ojo cazado en la red del silencio y Madurez de la luz (1986). Madurez… sería el antecedente editorial de esta antología Arte escrito… que presentamos, en el sentido de que comparecen poemas y pinturas a los ojos del lector. Por su parte, Gonzalo Millán, demostró a lo largo de su vida el impulso del trabajo interartístico, lo que quedó plasmado fehacientemente en la producción poética de sus últimos años: Claroscuro (2002), Autorretrato de memoria (2005) y Gabinete de papel (2008), libros que han sido objeto de innumerables comentarios, críticas y ensayos. Huelga decir que ninguna de estas nóminas pretende ser exhaustiva. Valga lo anterior de una escueta presentación para mostrar algunos ejemplos de esta confluencia de dos artes, o mejor, de una en tanto que motivo de la otra.

Sin embargo, inexcusable sería olvidar “El pintor Pereza”, poema de Carlos Pezoa
Véliz (1879-1908) tema de reflexión para tantos que cultivan el “iba a ser”, el “yo quería”, el acaso repetido a falta de concreción más resuelta. He aquí algunos fragmentos:

Este es un artista de paleta añeja
que usa una cachimba de color coñac
y habita una boharda de ventana vieja
donde un reloj viejo masculla: tic tac…
.............................................................
Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma
en una cachimba de color coñac,
y mira unos cuadros repletos de bruma
sobre un hecho que hubo cerca del Rimac.
.............................................................
Su mal es el mismo de los vagabundos:
fatiga, neurosis, anemia moral,
sensaciones raras, sueños errabundos
que vagan en busca de un vago ideal.
Ni piensa, ni pinta, ni el humor ingenia.
¡Qué ha de pintar, si halla todo sin color!
Tiene hipocondría, tiene neurastenia,
y hace un gesto de asco si oye hablar de amor.
.............................................................
Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma
en una cachimba de color coñac,
y enfermo incurable de una larga bruma,
oye a un reloj viejo que dice: tic tac
….............................................................
Así pasa el tiempo. Solo, solo el cuarto…
Solo Juan Pereza, sin hablar. ¿De qué?
Flojo y aburrido como un gran lagarto,
muerta la esperanza, difunta la fe.
La madre está lejos. A morir empieza,
allá donde el padre sirve un puesto ad hoc;
no le escribe nunca porque la pereza
le esconde la pluma, la tinta y el block.
.............................................................
La vida… Sus penas. ¡Chocheces de antaño!
Se sufre, se sufre. ¿Por qué? ¡Porque sí!
Se sufre, se sufre… Y así pasa un año
y otro año...¡Qué diablo! La vida es así…

A estirpe espiritual muy distinta, a Dios gracia, pertenecen los poetas chilenos, quienes han trabajado con entusiasmo fructífero de calidad este motivo artístico de mostrar que es la pintura, principio y provocación de ese otro arte, el de mentar lo disperso en vinculación que propicie el emerger de las presencias. Allí donde el pintor puso color y dejó rastro de pincel evocador, el poeta estampa en la palabra una nueva transformación de reverberos y de ecos sitos, esta vez, en una palabra de segundo grado. Adelaida Vivar escribe acerca de “Madre e hijo” de Picasso: “Rosas y grises azulados empiezan a confundirse en el límite de la mancha. El niño acróbata arranca su materia a la división diagonal del plano. Miradas divergentes se cuelgan de la oscuridad de la conciencia y el niño acróbata acerca su materia a la túnica de su madre. Arlequín pensativo, bebedora adormecida, la pareja, inclinan la cabeza como la brisa inclina el tallo de una camelia. Sobre la mesa, un plato de blanca loza evoca un almuerzo frugal. Una flor ruboriza el pelo castaño de la mujer, quien pinta a su vez el trasfondo de la tela. Piensan. Todos los modelos piensan”.
El pintor no deja intacta la realidad. La transforma en ese pálpito de significancia que el poeta recoge en una nueva transfiguración. El silencio del lienzo se esparce en nuevo alfabeto, el poético. Los ojos han visto otra vez y el mundo, el pequeño mundo, aquel de latidos cromáticos cede el puesto al de la resucitación de la imagen mental y de la sonoridad silenciosa que es toda palabra iluminada en el rescoldo vincular de sus acentos.
Con evidente acuidad Enrique Lihn dedicó, especialmente, a Monet varios poemas que trasuntan esa condición viandante del mundo y de los ojos. La palabra del poeta, al igual que el trazo del pintor, quiere fijar lo huidizo del gesto humano que, por un instante, detiene los ojos en el fondo visible de lo que un día vio otra mirada:

DE SOMBRAS COLOREADAS

Un río de personas atraviesa Monet
este espacio vacío
lleno del mero cuerpo de la luz
Visitantes que pueblan los paisajes ausentes del viejo ilusionista
maestro del reflejo del cielo en el estanque
Sombras venidas de todas partes del mundo
se agolpan para ver a un muerto que les habla
con el pincel, de sombras coloreadas.

La densidad dramática, tan propia de la escritura de este poeta, alcanza un tenor meditativo que deja fluir en una suerte de envolvimiento de situaciones en una doble valencia: la interioridad de lo externo y el desplante de lo íntimo. Gonzalo Millán fija su atención en personajes plasmados en lienzos de artistas antiguos: Zurbarán, Caravaggio, Brueghel, principalmente. Parece interesarle, sobre todo, el drama personal que define una actitud dominante en los retratos, ya sea la ofrenda sacrificial de Santa Águeda, ya la contemplación hechizada de Narciso, o las figuras de un grabado del artista flamenco.
El modo de manifestar el estímulo poético proveniente de la pintura se concentra en la cavilación acerca de la peripecia humana al compás del tiempo que fluye sin el logro de la plenitud liberadora, pero que replica al espectador una suerte de semántica especular.

LAS AGUAS (3)

Una vaga enseñanza exhalan las aguas encantadas.
Se supone que el error de Narciso
nos advierte y previene.
La letra muerde como un lagarto
escondido entre las frutas
y sin embargo regresamos al cuadro
buscando siempre nuestro reflejo
como si la pintura fuera la sombra
fascinante de un ojo de agua.

Con frecuencia, la escritura entusiasmada en la plástica goza del ver y expande su ánimo expresivo. Un nombre, la evocación de una vida, el asomarse de un objeto o entablar con el paisaje la timidez de una silueta es, de por si, motivo de hallazgo que exige completarse en la incisión de lo percibido como es toda palabra necesaria. A sus expensas, el motivo inicial es remolcado hacia la supervivencia de la memoria que, en el texto, viértese como un redoble en sordina. Tal se deja oír en “Homenaje a Derain” de Alfonso Calderón:

Frío y simple,
un paisaje de Derain.
La curva clara del verde
Y el negro del árbol
sin follaje,
y un hombre minúsculo
que mira y sueña con el río.

O bien, sensible al estrago del tiempo, a su visita entrometida hasta los orígenes y las raíces, el poeta es hechizado por ese momento eterno que, al par, torna visible tanto la plenitud de una ausencia y una ruina como inminente término que se le ciñe a un rostro, a una casa, a un objeto o unas líneas flotantes que algo dan a entender y algo callan por siempre.

Aquí estuvo una iglesia y hay un muro.
Hubo un vitral aquí y ha empalidecido
Y el viento juega donde se opuso el vidrio.
Estos ocho árboles olvidaron sus hojas
Y se desesperan buscando la memoria.
Se erizan de preguntas y no hay respuestas.
Y quieren abrazarse así desnudos.
Alguna lápida ansía decir su nombre,
Pero el tiempo se ha llevado sus sonoras sílabas.
Una cruz se inclina, con raíz en la tierra,
Persiguiendo a un muerto que se le fuera huyendo.
Un mar de ocre neblina los ahoga
En su desolación y en su vasto desierto.

El poema “Todo es ruina”, inspirado en una pintura de Gaspar David Friedrich (El cementerio de Cloister nevado, 1817-19, óleo sobre lienzo 121 x 170 cm.), pertenece al libro No tengo tiempo (Vol. 2 El ojo cazado en la red del silencio) de Roque Esteban Scarpa, quien acaso hable por los demás poetas afines a este impulso nacido del ver, cuando escribiera en el prólogo de Madurez de la luz: “La poesía no puede traducir un cuadro a palabras: sólo puede recrear lo que ha despertado en el ánimo del lector del cuadro, si cabe así llamarlo. La visión de la obra incita a un descripción subjetiva que puede ayudar a otro, que debe ser más inexperto que el inexperto que escribe, a ver ciertos detalles, a recoger un aire imponderable que rodea a la obra.”
No hace falta, pues, una obra famosa con que iniciar en el poeta un sortilegio que
le rebase el silencio. El cuadro adecuado despierta el alfabeto que vincula el sentir
con lo visto en un delgado mensaje alusivo, sintomático y palpitante, el mismo de un despertar que se vierte en ese trasver que inmejorablemente ha explicado el pensador Félix Schwartzman (1913) en Teoría de la expresión (1967), libro capital de estética escrito por un chileno. Trasver: proceso de ver lo interno como externo, pero íntimamente. Por eso el poeta y todo artista –que no gesticulador– reconoce en sí secretas maduraciones y crecimientos de lo vivo absolutamente necesarios antes de alcanzar esa forma definitiva que es una obra: poema, sinfonía, volumen, lienzo, entre varias más. El desafío es siempre el mismo: dar con una forma, pero esta debe ser forma habitada por ese algo más que es el espíritu vivificador con capacidad de despertar en otro algunas resonancias, ya sean de afinidades o de repulsas, siempre y cuando unas y otras ahonden la consciencia, transmitan el temblor de la extrañeza que sigue al vislumbre de zonas de la realidad insospechadas o inconcebibles de formalizar en los hábitos y medios propios. Por eso, una obra puede cumplir en nosotros, tal granada de luces y forcejeos de vida con el óxido y las quietas escamas de la costumbre, el papel de lucero que, desde el centro de la noche, comienza a anunciar el alba.

Desde la arena playera junto a la espuma
que semeja luna derramada o nieve vencedora
del agua, el puerto ostenta sus altas casas
ateridas de grises, cimbreadas de vientos
que no las dejan quietas, largo muelle combatido
de olas, la torre movediza de la grúa y su brazo
compacto que cruje de ira y es herido y hiere,
largo barco espectral de inclinada chimenea:
lo demás es viento atormentado, tormentoso
y nubes que transitan como piños confusos
arreados y silbados por perros invisibles
y pastor iracundo. Nadie duerme en este puerto
con el insomnio del viento.

Trátase de “Puerto de Magallanes”, sobre una obra homónima de Pedro Luna (óleo sobre tela y cartón, 16 x 11,5 cm.), que el poeta incluyera en Madurez de la luz, junto a una cincuentena de otros textos nacidos de la contemplación admirativa en la pinacoteca de la Universidad de Concepción.
Estas palabras ya tocan a su fin. El breve recorrido de nombres y consideraciones acerca del motivo pictórico en la poesía de autores chilenos es sólo un esbozo. Y como tal debe entendérselo. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero no la paciencia de quienes escuchan o leen. Con todo, presupongo la buena voluntad del lector para aceptar de mí un breve ejemplo de lo expuesto, corresponde a un fragmento de un poema que hace algunos años escribiera provocado por la contemplación de El Cristo de San Juan de la Cruz, de Salvador Dalí.

La vida en el límite del clavo
sabe darnos mirada misteriosa.
A los ojos de Dalí les diste formas
para que otros, como yo, vieran su nada.

 

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