Francisco Rivas

 

El Noveno Ahorcado de Manhattan.


Apareció en la calle Yongue, cerca del puerto, en el centro mismo de Toronto. No llegaba a los treinta años y tenía los ojos abiertos, brillantes por la lluvia, vivos como luciérnagas, aunque era evidente que ya no le servían. La lengua apenas insinuada entre los labios y la piel pálida de la cara se interrumpía en el cuello, azul, desde el que colgaba.
Estaba en un poste ordinario, de metal, casi al llegar a una esquina, justo sobre el elegante portal del Toronto People Trust. Vestía un pantalón amarillo e indiferente a la cercanía del invierno, una delgada camisa rayada como la de un jugador de béisbol.. Zapatos negros con calcetines de seda y un reloj caro con pulsera de cuero en la muñeca derecha.
Estuvo el hombre colgado hasta poco antes de las nueve de la mañana, cuando aparecieron los bomberos que acercaron al poste un camión escala y empezaron a trabajar arriba, junto al muerto, empeñados en desatar o cortar la cuerda; desde abajo no era posible saberlo. La luz de mercurio del poste, a pesar de la penumbra matinal, se había apagado y la gente sólo estuvo interesada unos minutos en la maniobra de los rescatistas. Unos esperaban que se abrieran las puertas del Toronto People Trust, otros que dieran la hora de comienzo de la jornada matinal, con un café en la mano. Había quienes pasaban, se detenían algunos instantes, miraban al que colgaba desde el poste y seguían caminando en dirección al lago, fumando un cigarrillo o guardando un frasco de yogurt en el bolsillo.
Sólo un hombre permanecía inmóvil. Usaba un abrigo de lana verde, seguramente importado desde Bulgaria, el cuello subido y un gorro de paño en la cabeza. Sin moverse, pero con la inquietud de un conejo, observaba las maniobras de los bomberos, que, vestidos con trajes de goma amarilla, se confundían con las vestiduras del muerto mientras trataban de descolgarlo. El hombre aquél asomaba una nariz grande, curvada, y sus labios formaban una delgada línea roja que le cruzaba toda la cara.
La policía llegó poco después y cercaron el lugar con una cinta de plástico amarillo del mismo tono que el de la ropa del ahorcado. El hombre del abrigo búlgaro quedó inmediatamente detrás de esa cinta, rozándola, la cabeza torcida, mirando al muerto como un buitre verde, anhelante, pero cauteloso.
Un bombero, desde lo alto, pidió una sierra. La cuerda desde la que colgaba era un grueso alambre que brillaba, húmeda por la garúa.
Algunos de los curiosos huyeron cuando vieron subir el instrumento, temiendo quizás que sus dientes metálicos cayeran sobre el cuello del infortunado, frustrando la limpia labor de los bomberos.
No fue el hombre del abrigo verde el único que se quedó allí plantado, pero sus labios se curvaron en una especie de sonrisa que, por supuesto, nadie percibió.
Desde la escala lanzaron dos cuerdas y una sábana con la que amortajaron al colgado. Una vez que estuvo asegurado la sierra cortó el metal silenciosamente y el cadáver se desprendió de la altura, oscilando más abajo, a dos pies del suelo desde donde los bomberos se lo llevaron rápidamente. La gente se empezó a mover dejando vacío el perímetro del círculo formado por la cinta amarilla. Dos paramédicos se acercaron, ojearon al muerto a través de una abertura en la mortaja, lo cargaron y lo metieron en la parte trasera de una ambulancia. Entre tanto la policía tomaba nota, el narigón del abrigo verde se perdía hacia el centro sin despegar la mirada del espacio que, en la altura, había ocupado el ahorcado.
El segundo ahorcado amaneció en Montreal, en las inmediaciones del hotel Four Seasons, no muy lejos del Mount Royal ni del centro de la ciudad, colgando desde el aviso luminoso de una pizzería.
Era un negro bien vestido, con su corbata pintada con veleros de color rojo, caída sobre su hombro derecho, desplazada por la cuerda metálica que le había descalabrado el cuello. La rutina de bomberos y policías fue la misma que la del ahorcado en Toronto y aunque el sol, que había iluminado desde temprano, ponía en evidencia la solidez del alambre, el primer bombero pidió la sierra una vez que hubo comprobado la muerte del colgado Esta vez las cintas eran de color rojo, como por lo demás era el color de los uniformes de los bomberos del Québec, pero a diferencia de lo ocurrido en Toronto, había un gentío alrededor del letrero, que se inclinaba como un lirio por el peso del negro muerto.
También estaba el hombre del abrigo verde y el gorro de paño, con su cuello igualmente torcido, mirando el entorno de las alturas, con su gran nariz olfateando al mismo ritmo con el que el viento columpiaba a la víctima. La ambulancia llegó al mismo tiempo que dos automóviles de la policía, pero esta vez la sierra chirrió como gaviota hambrienta. Sus dientes mellados hicieron más difícil el trabajo del hombre que se había encumbrado en la escala, de tal manera que a algunos de los que miraban ya les pareció tediosa la maniobra y se empezaron a retirar.
Cuando fue cortada la última hebra metálica, el negro, vestido con su noble traje negro y su corbata de veleros rojos flotando en el aire, descendió con lentitud, tensionado por las cuerdas que lo asían, como una gran breva madura de las que sólo se ven en la primavera.
Hubo gente, sin embargo, que permaneció aún un tiempo. Parecía que querían acompañar al hombre del abrigo de lana búlgara, que no querían dejarlo solo en su actitud de duelo por el negro muerto que ya se había llevado la ambulancia.
A mediodía, aunque furtivo detrás de un vendedor de flores, aún seguía allí. Yo lo veía desde el café de la esquina donde comía, satisfecho un croissant acompañado con una taza de café con leche.
El tercer ahorcado fue descubierto ya entrado el invierno en una calle de la periferia de la ciudad Calgary. Fue entonces cuando el investigador policial de los otros dos colgados descubrió el primer vínculo entre ellos. La cuerda desde donde habían colgado era de la misma aleación metálica.
El de Calgary era un anciano, abrigado con un amplio capote militar, algo enmusgado que lo hacía aparecer, allá arriba del farol, como una gran campana enmudecida. Sin duda llevaba ya varias horas balanceándose, porque tenía la barba escarchada, los ojos cubiertos por lentes de hielo y una rigidez que más se debía al frío inclemente que a su propia muerte.
Al llegar el equipo de emergencia, vestidos con gruesos trajes de hule naranja, cercaron de inmediato el lugar con cintas de plástico del mismo color. A esas alturas del episodio, el hombre del abrigo verde ya estaba allí, su nariz husmeando el cielo o tal vez el olor del hombre muerto.
No se si por la baja temperatura, pero con él no había más de cuatro o cinco personas. Es cierto que era un barrio alejado del centro de la ciudad, pero en mi experiencia estos hechos atraen, por lo general, a decenas de morbosos. Ya prevenida la policía, llegó pocos minutos después de los bomberos, y ya cuando el más ágil de ellos, armado con una sierra nueva, de carrocería verde, trepaba por la escala. Desde mi mirador, un viejo bar en el que se desayunaba temprano, vi al bombero tocarle el cuello al ahorcado, buscándole sin duda el pulso, después abrirle los ojos tratando de descubrir la dilatación de sus pupilas y de inmediato dar un golpe al cordón metálico con la hoja circular de la sierra girando a toda velocidad. El cuerpo del viejo se soltó y arrastró con él los lazos de seguridad, cayendo al asfalto con inusitada violencia. Pareció desintegrase en el suelo, pero pronto nos dimos cuenta que había sido la capa de hielo transparente que lo cubría y que se fragmentó en miles de agujas veloces y punzantes.
No se inmutó el hombre del abrigo verde, ni se dobló su cuello, aunque el hielo le golpeó la cara. Tampoco desvió su mirada torcida del espacio de donde se había desprendido el ahorcado. Este hombre estuvo mucho rato de pie, delante de la silueta dibujada con tiza por la policía y que correspondía a la posición en la que había quedado el cuerpo después de caer. Pero cuando desvié la atención un segundo para pedir otra taza de café, ya el narigón se había desvanecido en la fría bruma que aún oscurecía aquel suburbio.
Al cuarto hombre al que se le vio oscilando desde una cuerda de alambre trenzado de rara aleación, también en Toronto, yo no lo vi. Colgaba de una luminaria en una calle recién inaugurada por el alcalde y, desde luego, causó alarma pública. Se hablaba ya de un asesino en serie. No presencié tampoco su descolgamiento ni las circunstancias que rodearon el hecho, pero acudí al Globe and Mail donde me proporcionaron nueve fotografías, lamentablemente en blanco y negro, de una evidencia particular. En todas, menos en una, aparecía el hombre del abrigo verde, con su gran nariz mirando el firmamento. En la última foto de la secuencia, sólo estaba él y un par de mujeres que aseaban unas inmundicias que rodeaban la luminaria del cuarto ahorcado. Lo particular era que por primera vez y únicamente en la sexta fotografía, se veían los pantalones del hombre: eran escoceses, como los que usan los socios del Real Colegio de Administradores de Propiedades del Canadá. El muerto resultó, esta vez, ser un conocido abogado, involucrado en el negocio de las propiedades y que el fiscal investigador reconoció como el verdadero vínculo entre los muertos La cuerda con la que habían sido ahorcados ya era una prueba circunstancial, menor. Efectivamente, el primer ahorcado de Toronto era un tasador de una importante firma de Real State de la provincia. Se decía además que tenía cierta responsabilidad en un loteo fraudulento en Oshawa. Por otra parte, el elegante negro colgado en Montreal había sido dueño de dos edificios colectivos, los que pensaba donar, en contra de la opinión de sus hijos y de los poderosos del negocio, a dieciséis familias de emigrantes venidos de Haití. Este hombre había cedido fatalmente a la presión de sus parientes y socios. Y el anciano congelado en Calgary había sido un extremista político del partido Conservador, que con su influencia había impedido la construcción de un refugio para ancianos desvalidos en Alberta.
La quinta persona que apareciera colgada de un poste esta vez era una mujer y fue descubierta precozmente, el hecho lo denunció un chiquillo que regresaba tarde de la escuela y por ello se desplegó un impresionante operativo policial. Se dijo que el asesino no podría estar lejos. Fue descubierta en un barrio pobre de Kingston, Ontario, poco antes de que anocheciera y el paramédico que la examinó aseguró que aún le quedaba un soplo de vida antes de ser descolgada. El farol apenas iluminaba unos cuantos edificios de paredes desconchadas, rodeados de pequeños pasajes llenos de basura. Llevaba un buzo de tela blanca y ceñido, manchado de grasa, lo que podía revelar que la habían colgado después de haberla agredido y creyéndola muerta. Fue la única muerte en que se comprobó, en rigurosa autopsia, que no había fallecido ni por asfixia ni por fractura de vértebras cervicales.
Yo supe la noticia por televisión y alcancé a llegar al sitio del suceso antes de que descolgaran el cuerpo. Al hombre del abrigo de lana verde de Bulgaria lo pude observar un momento, antes de que se escurriera por una de esos pasajes malolientes. No me atreví a seguirlo. Empezaba a sospechar que ya lo había descubierto. Pero pude observar la supuesta escena del crimen. A la mujer la circundaba allá arriba, en medio de la luz del farol donde ya la habían declarado sin vida, una mágica aura de desamparo, que de no ser por antecedentes ya recogidos, más parecía un hada que levitaba en una clara noche invernal, que a la víctima de un crimen brutal que iba descendiendo envuelta en una red policial. Ya sobre el pavimento del callejón, el bombero quiso ser especialmente cuidadoso con la sierra sobre el cable que le ceñía el cuello. Este, que era fino, delicadamente surcado por venas azulinas, no resistió la vibración del poderoso aparato que manipulaba el experto y se quebró, cayendo su hermosa cabeza sobre el pecho de su blusa manchada con grasa. Esta mujer traficaba con préstamos hipotecarios de viudas de veteranos de guerra.
El sexto crimen, todos debimos sospecharlo, ocurrió en la capital, Ottawa. Este ahorcado, en cuanto al descubrimiento del hecho, tuvo una singularidad. Ya que recién fue advertida su presencia colgante en un antiguo poste telegráfico, secuela seguramente del abandono más que de la preocupación histórica, que aún existía en la intersección de las calles Metcalfe y O’Connors, a las cinco en punto de la tarde. Como esa es una de las esquinas más concurridas de la Capital, es de suponer que este ahorcado lo fue en horas de la madrugada y que en todo un día, ¡todo un día! ningún transeúnte, vecino, oficinista, policía, nadie se dio cuenta. Y aquél poste había quedado olvidado tan cerca de la línea de edificación del paseo Metcalfe, que sus manos golpeaban continuamente las ventanas del edificio frente al cual había sido asesinado. Pero todos sabemos que las ventanas de los pequeños rascacielos de Ottawa tienen doble vidrio y gruesas cortinas. Fue el griego que preparaba sopas en un local levantado en un sitio eriazo el que lo vio al levantar la cabeza y suspirar de alivio por el fin de la jornada de trabajo.
Yo estaba alojado en un hotel cerca del la desembocadura del canal Rideau en el río Ottawa, así que no tarde en llegar.
El hombre del abrigo búlgaro estaba en el lugar de costumbre, detrás del cordón policial, pero esta vez no miraba hacia lo alto, sino que tenía los ojos fijos en la sierra de metal bruñido que, en el suelo, esperaba iniciar su tarea. El hielo de los cables retrasó la acción, pero cuando la hoja de la sierra mordió la soga de metal el hombre del abrigo verde y los pantalones escoceses mantuvo clavada la vista en el suelo, como hipnotizado por las chispas teñidas de sangre que caían desde los carcomidos travesaños del viejo poste telegráfico. Lo dejé de ver en cuanto la sierra terminó su trabajo. Las primera informaciones que se tuvieron del sexto ahorcado eran contradictorias con las pistas de la policía, pero después se aclaró todo. Pues en un principio se afirmó que el pobre hombre era un húngaro nacionalizado que durante toda su vida se había dedicado a la venta de seguros. Pero la indagación, breve y exacta, corroboró lo que ya todos presagiaban. Esos seguros involucraban protección al estilo de la mafia a cientos de pequeñas propiedades y silos de las granjas de las provincias agrícolas del Canadá.
Ya en el séptimo ahorcado la presencia del narigón del abrigo búlgaro no fue tan evidente. Me fue imposible de ubicar y fue el principio del final, porque cuando se descubrió al noveno ahorcado ya era muy tarde.
Porque a los pocos minutos que el conductor del metro de Vancouver advirtió la presencia del ahorcado en un poste electrificado bajo el cual le era obligatorio pasar y advirtió por el teléfono interno de la cabina de mando, todo había terminado. Sólo la cabeza del hombre quedó colgando del poderoso alambre después que pasó el convoy. El túnel del metro se llenó de policías, agentes de seguridad, me pareció reconocer uno que otro agente del FBI, pero no al hombre del abrigo verde. En realidad era un espectáculo vulgar, la gente saliendo ordenadamente por las vías de escape, con sus cabezas tapadas con sus abrigos para no ver los restos diseminados del colgado. Este hombre, de pelo claro y ensortijado y una mirada oscura e inexpresiva como la de casi todos lo muertos, no fue identificado. Pero quedó incluido en la investigación. Tengo ciertas certezas de que esa fue la causa por la que no me encontré con el narigón en el túnel del metro.
El octavo ahorcado puso en jaque la administración canadiense. No era posible que en pocos meses siete hombres y una mujer hubiesen sido colgados como indignos criminales –aunque alguno de ellos lo fueran- sin una investigación, un juicio y una sentencia propia de todo Estado democrático y de derecho. Este hombre apareció a campo traviesa, asfixiado por una cuerda metálica de conocida aleación, colgando del brazo de un gigantesco espantapájaros de la granja de un tal Voltaire. El apellido era pura coincidencia con el escritor francés. Pero además, el muerto resultó ser un miembro de la cámara de los comunes canadiense que era el accionista mayoritario de la fábrica de cemento más grande del Canadá. Por cierto no llegué a ver al ahorcado ni las maniobras para desprenderlo del brazo con el que lo aferraba el espantajo, pero sí no pude evitar tomar el tren hacia las praderas para observar, con ojo propio, el escenario de ese octavo crimen. Cuando llegué la luz del crepúsculo llegaba a su fin, pero por las señas dejadas por la prensa amarilla no tuve grandes dificultades para encontrar el lugar del colgamiento. Caminé unos cientos de metros y me detuve a media cuadra del espantapájaros que aún se encontraba erguido en el medio de un pradera ya cosechada. Medía cuatro o cinco metros de altura y, que duda cabe, no había cuervo o corneja que se le acercara. Pero sí el hombre del abrigo de lana verde, que ahora me observaba apoyado en el único pie del engendro. Oscureció antes de tomar una decisión. Al final me pareció inútil tanto esperar que él se moviera como tratar de acercarme a él.
Supe que el noveno ahorcado había, finalmente, salido del Canadá y había aparecido en el centro de Manhattan, no lejos de Broadway. No tuve ninguna duda, porque el alambre que me ceñía el cuello y que me tenía colgando a diez o doce metros del suelo desde un poste cuya luz me enceguecía, me daba la movilidad necesaria que me permitía ver el inconfundible neón de la Pepsi Cola. Antes de que todo se apagara, tuve cierta conciencia de lo que perdería al no poder vender la propiedad donde operaba el mercado de rezagos de mi antigua conviviente y también la oportunidad de observar por última vez la nariz palpitante del hombre del abrigo de lana verde confeccionado en Bulgaria que me miraba desde abajo, detrás de los cordones policiales.


FIN

 

 

 

 

 

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