Después
de dos idas a Misa, María se dió cuenta que la iglesia no era
el lugar indicado para encontrar a su ansiado Principe. Siguió yendo
a Misa, pero mucho más recatada; lo cual -otra vez- despertó la
atención de los feligreses. ¿Cómo tanta contradicción
entre un domingo y otro? ¿Que había pasado por la mente de María?
¿Qué la llevó a cambiar de opinión? La verdad es que
nada extraordinario; todo lo contrario: la vida ordinaria de la capital significó
un gran cambio en su forma de pensar. Quedó, en efecto, cautivada con
la grandeza santiaguina. Recorrió el gigantesco centro una y otra vez;
se metió prácticamente a todas la tiendas y galerias subterraneas.
Santiago era un mundo por descubrir y su buscado Principe estaba, categóricamente,
pasando a un segundo plano. Le fascinaba caminar por las calles y sentirse una
desconocida: ya no era la solterona de la Isla Tranqui de Chiloe; ya no era
la amargada. Ahora era protagonista del más incierto futuro. Pero un
futuro que, precisamente, por su radical contingencia despertaba en ella todo
tipo de especulaciones y escondidos deseos. ¿Cuáles?
La verdad no
lo sabemos. Sólo podemos afirmar que, lamentablemente, María
murió atropellada en plena Alameda. Todavía no se había
percatado de la existencia del Metro y que, por lo tanto, podía cruzar
sin temor por debajo de dicha peligrosa avenida. Fue víctima de la
cotidiana imprudencia de un chofer de micro. Pero, más aún,
fue víctima de su soberbia: llegó a pensar que lo poseía
todo: que era dueña de cada edificio que se alzaba sobre su cabeza.
Y que, en consecuencia, ya no necesitaba del amor.
En todo caso,
sépase, a modo de consuelo, que nuestra protagonista nunca perdió
la fe religiosa: que siguió yendo a su Parroquía respectiva
y que se confesaba con cierta frecuencia; todo lo cual lleva a suponer que,
en el momento de su tragica muerte, ella se encontraba con su alma en gracia.