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Biografía
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Diomenia Carvajal
nació en Valparaíso.
Vive en Francia desde
el año 1963. Fue
profesora de castellano
en Instituto durante 20
años. Ahora enseña
en la Université
du Sud de Toulon La Garde
– Francia.
Escritora bilingüe
(francés y castellano).
Fundadora y editora de
la Revista Literaria de
Creación Bilingüe
ARCOIRIS, desde el año
1995, en donde ha publicado
a poetas y prosistas de
diferentes países
de América Latina,
traducidos al francés.
Ha publicado, en papel:
- « Le Fils de l’Arc-en-Ciel
» Editions de l’Ours
Blanc (2 ediciones en
francés).
- « Contes et Légendes
du Pays lointain »
Editions Textes et Prétextes.
- « Las Crónicas
de Nina » Editions
Textes et Prétextes.
- En preparación,
una edición bilingüe
de « El Hijo del
Arco Iris » («
Le Fils de l’Arc-en-Ciel),
en la casa “Editora
Indigo coté-femmes”,
en París.
- Colabora con un contador
de cuentos orales en francés
: ATAO, para quien ha
adaptado 5 cuentos sacados
de su libro “Contes
et Légendes du
Pays lointain” y
que se hallan grabados
en CD.
Publica
también en Internet:
- Sitio de la Revista
Trimestral de Estudios
Literarios de la Universidad
de Barranquilla (Colombia)
“La Casa de Asterión”
: http://www.lacasadeasterion.com
(Revistas N° 16 –
17 – 18 –
19).
- En el sitio : http://www.loscuentos.net
- En el sitio: http://www.loboazul.net
La revista
ARCOIRIS publica dos sitios
en Internet :
- http://www.geocities.com/revue_arcoiris
(con el catálogo
y ligas hacia otras páginas)
- http://www.literaturismena.com.
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LA
HISTORIA DE ESTRELLA
No sabía cómo
había llegado hasta esa casa. Un
recorrido por calles oscuras y silenciosas
se le había ido enredando poco a
poco, adentrándolo cada vez más
en ese laberinto del que no sabía
ahora cómo, ni por dónde escaparse.
Había sido seguramente el viento.
El viento. Ese mensajero alado e inatacable
tenía algo que ver con ello, y le
había hecho empujar, casi sin querer,
una puerta entreabierta. Y una vez adentro,
traspasada la entrada, cuyo ámbito
se abría por completo como una mandíbula
monstruosa, oscura y profunda, no sabía
cómo debía actuar. Encendió
la linterna y el rayo luminoso alumbró
el interior de lo que podía ser una
sala de estar.
Los estantes que adornaban las paredes de
aquella habitación, yacían
cargados de libros. En los otros rincones
de la pieza había otros estantes
pequeñitos en donde se amontonaban
las revistas, los diarios y los almanaques
acumulados tal vez desde hacía décadas.
El rayo luminoso de la linterna, abarcando
una parte del muro para luego deslizarse
con cautela en el resto de la pieza, alumbró
de frente a aquéllos que parecían
ser más preciosos, con sus tapas
de cuero rojo y clavos dorados que sugerían
marcos de cuadros antiguos, y sus letras
de precioso metal en los dorsos. Debía
tratarse de una colección; una de
esas tantas colecciones que a veces los
nuevos ricos se sienten obligados a comprar,
con el consejo de un vendedor de colecciones
que hacía la misma oferta de puerta
en puerta. Eran unos libros bellísimos
y debían haber costado caro.
Marcos no supo por qué
le había sobresaltado el pensamiento
de que aquellos libros, fueran éstos
de colección o no, yacieran allí
sin haber sido leídos siquiera. Pensó
dejar la inspección que les convendría
para el final y continuó la visita
de aquella biblioteca. Descubrió
una escalerilla que le hacía bajar
de un medio piso, o más bien de un
entre piso a otro. Las paredes de aquellas
piezas, con el cielo raso más bajo,
también estaban amobladas con una
infinidad de estanterías. Esos libros
parecían más antiguos, más
pequeños, quizás pertenecieran
a una colección de bolsillo y los
había por centenas. La tentación
de alargar una mano para coger uno de ellos
se hizo incontrolable. Acercó la
luz de la linterna para leer los títulos
o el nombre de los autores. Descifró
uno o dos, que le resultaron desconocidos.
Terminó extrayendo un ejemplar del
estante que estaba recorriendo, lo miró
mientras en el pecho pulsaba un sentimiento
de culpabilidad, como si estuviera a punto
de cometer un robo. Acomodó la linterna
bajo el sobaco y lentamente dio vuelta a
las primeras páginas. El título
en inglés escapaba a su entendimiento,
sólo pudo descifrar Edgar Allan Poe
y ese nombre no le sonó desconocido.
Lo puso de nuevo en la estantería
y dio una vuelta total por la pieza.
Volvió hacia donde
había empezado su descubrimiento,
hacia la pieza con la biblioteca gigantesca.
Se sentó en un banquillo, se quitó
la gorra y se enjugó las gotas de
sudor que brotaban en su frente mojándole
el pelo.
Se sorprendió imaginando lo que tendría
que anotar en su dossier, concerniente a
ese montón de libros.
¿ Cómo iba a explicarlo? ¿
Y a explicar qué? ¿Lo cansado
que estaba de tanto ir y venir, acechando
las sombras furtivas, que apegadas a las
paredes, recorrían las calles? ¿Sus
órdenes desentendidas por aquellas
mismas sombras, que parecían burlarse
de lo que decía? … ¿Quién
vive? … ¡Identifíquese!
…¡Alto o disparo! Las ganas
que le habían entrado de repente
de poder refugiarse en un lugar que podría
suponer « seguro. Un poco de luz,
una mesa, una silla y algo dentro de un
vaso, para relajarse, para desprenderse
de las sombras que seguían recorriendo
las calles sin atravesarlas, sin ni siquiera
hacer el menor ruido de pasos. Sombras de
fantasmas, de recuerdos que no habían
querido esconderse, ni diluirse en la nada.
El teniente había
explicado durante su curso a los recién
reclutados, que todo papel hallado donde
fuera, o donde estuviera, debía ser
destruido para siempre. Y para siempre quería
decir, quemado… « ¿me
entienden ustedes? que…ma…dos,
todos los papeles, sueltos, o encuadernados,
no importa, todos los libros …o papeles
encuadernados, que es lo mismo, deben ser
destruidos. ¡No debe quedar nada!
¿Me entienden? ¡NA...DA!
El error más grande de esta humanidad
ha sido la de enseñar a leer a los
analfabetos, la de despertarles las ganas
de aprender a los imbéciles, la de
darles el uso de razón a los idiotas…
» ¿ Y si los papeles…en...
cuadernados son muchos mi Teniente? Había
preguntado una voz desde el fondo de la
sala. – Bueno, si son muchos, será
muy simple, ¡se les bombardea! –
Marcos recordó lo poco que había
aprendido en la escuela, cuando su infancia,
ya lejana, le llevaba a 10 kilómetros
sumados en ida y vuelta, a la salita apegada
a la parroquia del padre José. La
maestra, la Señorita Hilda, les enseñaba
el abecedario. Un día había
dejado estallar su rabia contra aquellos
que no querían aprender, porque no
escuchaban lo suficiente para memorizar
las letras y las frases que tenían
que construir en la pizarra, porque eso
no se podía hacer, se haría,
con tal de que, antes, aprendiesen las letras.
« Ustedes son unos descarados, había
gritado la señorita Hilda, sin poder
contener su rabia, son unos imbéciles
que desperdician lo poco que este gobierno
quiere poner a su alcance!
¡ Los libros son sagrados! ¡Sin
ellos no se es nada! ¡Sin ellos el
mundo sería un tumulto de ignorantes,
un tropel de bueyes o de carneros sin entendimiento
alguno! ¡Tienen que aprender a leer
libros para poder tomar conciencia de lo
que se puede cambiar! ¡De lo que se
debe cambiar! Y para poder leer, hay que
aprender las letras y comprender las frases!
. »
Y el tiempo había
pasado, a veces raudo y sacudido, otras
lento y amargo.
Recordó su tentativa de poder izarse
un poco en la jerarquía social, ¡ah!
no pedía mucho, pasar de simple campesino
a ciudadano, sólo tratar de vivir
en un lugar en donde sus propios hijos,
si algún día tenía
hijos, no tuviesen ellos que ir y venir
sumando diez kilómetros para aprender
a leer y a escribir. Y para que al final
de cuentas pudieran descifrar lo que escondían
los libros y saber arreglar las cosas, en
caso de que hubiera modo de arreglarlas,
como no se cansaba de repetir la Señorita
Hilda.
Con un poco de paciencia y mucho trabajo,
Marcos había logrado leer de corrido.
Aunque, de carácter terco, le pasara
a veces por la cabeza, que hubiese sido
mejor aprender a plantar un campo de papas,
o manejar un camión de abastos, puesto
que no tenía libros a mano que descifrar,
lo que le daba también un sufrimiento
extremo, aunque él no hubiese podido
decir lo que era « un sufrimiento
extremo », lo había escuchado
una vez y trataba de interpretarlo para
sus adentros.
Cumpliendo el servicio militar, se enteró
de lo que se exigía para integrar
definitivamente el ejército. Soldado
raso sería y hasta el final de su
vida, con tal de ser aceptado. Se zambulló
en los libros que un compañero le
había prestado y logró sacar
su examen de aptitud. Y ahora estaba allí,
recordando lo que había sido de su
vida.
El recuerdo de la biblioteca
descubierta le sobresaltó de nuevo.
De instinto, miró hacia los libros
que había visto cuando recién
llegado. Se acercó con la linterna
alumbrando la pila de color púrpura
enmarcada de oro. Arrastró el banquillo,
arregló un espacio, apartando un
lote de otros libros de espesor y tamaño
diferentes y cogió el volumen que
se hallaba a su alcance. El volumen llevaba
el número uno.
Lo abrió delicadamente,
casi con temor. Un olor de flores resecadas
se escapó de las primeras páginas.
Leyó sin titubear, casi asombrado
de la facilidad con la que comprendía
las palabras que brotaban con fluidez bajo
su mirada cautelosa. El texto había
sido escrito con una bella letra de alfabeto,
y recordó las primeras que había
contemplado en aquél que les había
repartido la Señorita Hilda. Recordó
la redondez de las C y de las O mayúsculas,
de las H y de las L que prolongaban su cuerpo
como si fueran a danzar, hasta que se dejó
cautivar por el contenido del texto.
Era una historia que hubiese concernido
a cualquiera, hasta al mismo soldado raso
que recorría sin embargo las calles,
persiguiendo fantasmas, y arrestando a quienes
fuera posible con la simple sospecha de
ser o de estar « del otro bando. Una
historia de amor y desencanto. Los duelos
y tristezas de parejas de enamorados, la
felicidad de los casamientos y bautizos.
Generaciones enteras que viven y mueren,
que sufren y aman. Desde la primera hasta
la última página se deslizaba
un cuerpo tibio de mujer; su perfume tenue,
su sonrisa, primero de adolescente, luego
de señora, y la misma sonrisa grabada
en la ingenua geografía de un rostro
que los años habían marcado
con el sello de la vida. Aquella mujer había
calzado botines de charol, lucido encajes
en el borde de sus vestidos y en los puños
y escotes de sus blusas. Tenía por
nombre Estrella.
“Ayer me trajeron un libro bellísimo
–escribía – Tomás
hasta había tomado la pena de empezar
a traducírmelo. Parece que el autor
está muy de moda en París,
se llama Proust y me gusta su manera elegante
de hacer sus frases; a no ser que sean las
escritas y “arregladas” por
el propio Tomás. Pero no creo, a
él le gusta tanto explicar y transmitir
lo que sabe, que nunca se atrevería
a “robar” lo que otro autor
haya escrito..”.
El segundo tomo concernía
la descendencia de Estrella. Sus hijos,
sus nueras, sus nietos y nietas. Supo de
la falta de presencia de los hombres que
se ausentaban, algunos por negocios, otros
porque habían formado sus parejas
en otras ciudades y hasta en otros continentes.
Estrella que regentaba su casa, siempre
con la sonrisa ingenua reflejada en un rostro
atravesado por un siglo de vida, se había
dormido una tarde de septiembre, justo cuando
los primeros brotes de la primavera, empezaban
a mostrar sus perfumes y colores. Estrella
se fue y los brotes se habían quedado
esperándola en el jardín.
El tercer tomo concernía
los hijos de los nietos de Estrella. La
generación de aquellos años
que había sido pisoteada y humillada
por el auge de las tiranías que gobernaban
el continente.
Supo de alguien llamado Alfredo, que había
tenido que encarar a mucha gente, de ambos
bordes, hasta tal punto que ni él
mismo sabía de qué borde era
o estaba. El nombre de Alfredo, hizo que
Marcos detuviera un instante su lectura.
Ese nombre le sonaba, pero cierto es que
había tantos Alfredos que militaban
por todos lados. De vez en cuando le sobresaltaba
un detalle minúsculo; otras, nombres
y apellidos que sonaban a campanas ya escuchadas
en alguna parte. Reconoció patronímicos
de calles y plazas. Locales que, de manera
oficial, no debían figurar en ninguna
parte, pese a que la población estaba
al corriente de qué clase de lugares
se tratase, la « oficialidad »
imperaba.
Se adentró más aún
en la historia de una pareja perseguida
por todas las policías del continente.
Se habían fugado primero, después
habían vuelto, de manera clandestina.
Habían instalado redes, contactos,
marcado nombres en una lista negra. Después
se habían vuelto invisibles, desaparecido
hasta para sus familiares, cambiando de
nombre y hasta de caras. Se les sospechaba
de recibir ayuda económica de los
países que querían aplastar
al gobierno.
Marcos empezó, al
cabo de unas seis horas de lectura, a reflexionar
que si no se presentaba al plantel de guardia,
sería considerado como desertor.
Suspiró. Trató de marcar la
página que no había terminado
de leer. Dio vuelta a dos páginas
en blanco y leyó lo que habría
podido ser la continuación de un
capítulo que aún no había
empezado. Sorprendido volvió a dar
vuelta las páginas en sentido contrario,
para asegurarse de que lo que acababa de
leer estaba bien escrito en aquel libro,
siempre con sus frases fluidas y sus letras
elegantes y antiguas de tanta preciosidad.
No pudo continuar preguntándose lo
que significaba ese desorden, en medio de
una bella historia, cuyo principio se encontraba
en el tomo número uno, « La
Historia de Estrella. La última frase
marcada, después de dos páginas
dejadas en blanco era: « pero Marcos
no pudo terminar, ni comprender toda esta
historia, ya que las órdenes del
Teniente eran de arrasar con todo lo que
fuera papel, suelto o encuadernado, y ordenó
que se dispararan las bombas que lo fragmentaron
todo… »
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